El
barbero de Rociana.
Los cuentos de
nuestros abuelos.
Había empezado la vendimia; las hermosas y
bien cultivadas llanuras del condado de Niebla estaban muy animadas. Numerosos
grupos de gente alegre y satisfecha, cantando, riendo, bromeando, se ocupaban
en recolectar el precioso fruto que produce el transparente y dorado líquido
tan estimado, porque da alegría al alma y salud al cuerpo… si le conviene.
Por la carretera
de Sevilla caminaba un joven, que por su traje y por el característico canuto
de hoja de lata que pendiente de ancha cinta de seda, llevaba al cuello,
demostraba bien a las claras que era un soldado licenciado que, después de forzada
ausencia, volvía regocijado al pueblo de su naturaleza, al seno de su familia y
tal vez a los brazos de la que de la que debía ser su mujer.
Cerca de la Palma del Condado, abandonó la
carretera y tomó el camino que, a través de viñedo y olivares, conduce al
pueblo de Rociana; el joven, que visiblemente mostraba estar rendido por el
cansancio, sin duda efecto de larga caminata, y que hasta aquel momento
marchaba con cierta lentitud, apenas se vio el camino que directamente y en
poco tiempo debía de conducirle al paraje donde existía todo lo que amaba,
pareció no sentir ya la fatiga del viaje, y tirando la gorra por lo alto y
gritando y cantando alegremente, continuó su camino a prisa como si temiera
llegar tarde al pueblo.
Ya cerca de él
se encontró algunos vendimiadores conocidos y amigos que se retiraban del
trabajo; inmediatamente lo reconocieron, y después de los abrazos, apretones de
manos y otras muestras de afecto propias de la situación, continuaron el camino
rodeando al recién venido, haciéndole millares de preguntas acerca de los incidentes
y trabajos del servicio militar, de los países que había recorrido, poblaciones
que había visto, y otra porción de cosas más, contestando a la infinitas que
hacía el militar, deseoso de saber todo cuanto había ocurrido en el pueblo y en
su familia durante larga ausencia.
Todo había ido
perfectamente; sus padres y demás parientes gozaban de perfecta salud, y su
novia, que también la disfrutaba buena, le había guardado fidelidad y consecuencia,
pero como hay dichas completas, una desagradable noticia vino a perturbar la
que en estos momentos disfrutaba el recién llegado. Le dijeron que Antoñito el
Miserias, su maestro Miserias, el único barbero que a la fecha existía en
Rociana, estaba moribundo!...
II
No vayan a
creer nuestros lectores que Antoñitos Miserias es el barbero a que nuestro
epígrafe se refiere. No, señores; porque si lo fuera no íbamos a presentarlo a
ustedes a la hora de su muerte; pero como de ella arranca nuestra relación,
creemos que no estará de más decir algo acerca de este personaje, aunque no sea
más que por la importancia que tuvo entre sus contemporáneos y vecinos.
De tal modo Antoñito Miserias no es el
barbero de nuestro epígrafe, si no era ni siquiera de Rociana; había nacido en
Niebla, y en aquella vetusta ciudad
había pasado la mayor parte de su vida hasta que la constante decadencia de la
vieja Elepla le había obligado a emigrar buscando trabajo y sociedad harmónica
con su expansivo y alegre carácter en el vecino pueblo de Rociana.
Cuando nosotros conocimos a Antoñito
Miserias, no era ni sombra de de lo que había sido, pues según decían sus
convecinos, era más viejo que el palmar de Niebla; ya no veía, ni tenía pulso,
pero no lo necesitaba para ejercer su oficio, porque, según se decían también
sus convecinos, “afeitaba de memoria”.
No tenía familia; vivía solo, sin más
compañía que la de un perro de aguas, a quien llamaban “Hambre”. En los buenos
tiempos de su amo el perro andaba siempre muy lavado, bien trasquilado, mejor
peinado y hasta perfumado, y hacía mil travesuras y otras tantas miles
monerías, pero en la época a que nosotros nos referimos andaba sucio, con las
lanas largas y enmarañadas, mal humorado y hambriento. Como decían los chuscos
del pueblo que su amo no lo mantenía más que con las piltrafas que arrancaba a
sus parroquianos al afeitarlos.
Cuando
querían hacer rabiar a Antoñito Miserias por oírle le llamaban el “afrancesado”
y le decían que fue barbero de cámara del general francés mientras ocupó a
Niebla (1810-1812). Entonces Antoñito Miserias se exaltaba. Su patriotismo no
le permitía oír con calma lo que el calificaba de calumnias y barbaridades;
decía que si el general hubiera puesto su cabeza entre sus manos, le hubiera
cortado la nuez aunque lo hubieran fusilado enseguida.
Contaba
muchas cosas de la ocupación de Niebla por los franceses; decía que a pesar de
sus pocos años y por razón misma de la poca edad, que no le hacía sospechoso,
había sido espía de las tropas del general don Francisco de Copons y Navia,
nombrado comandante general de Niebla y su condado en Abril de 1810, cargo que
desempeñó con suerte varias hasta mediado de Agosto de 1812. A esto una vez le
dijo un chusco que por eso Copons no había podido sostenerse en Niebla, ni
siquiera en la parte montañosa del territorio encomendado a su defensa, habiéndose
visto obligado no una vez sola a internarse en Portugal, porque Antoñito
Miserias, fingiéndose espías de los españoles, lo había sido de los franceses,
a quienes los había entregado.
Al oír esto
perdió la cabeza, y cogiendo una navaja salió corriendo detrás del chusco, que
era vecino de Bonares, y nos dejaron de correr uno tras otro hasta dicho pueblo,
no creyéndose seguro el vecino hasta que se vio encerrado en su propia casa.
Algunas veces
solías referir con muchos pormenores y acento de indignación las escenas de la
evacuación de Niebla por los franceses a mediados de Agosto del año 12; el
terror de la ciudad saqueada e incendiada, y el momento de pánico cuando se oyó
la horrorosa explosión que voló el Alcázar…..
Antoñito
Miserias se estableció en Rociana, y aunque ya viejo cuando yo lo conocí, lo
pasaba tal cual; es verdad que le ayudaba mucho en su trabajo el joven a quien
hemos visto regresar del servicio militar con su licencia; pero desde que éste
tuvo que ausentarse del pueblo por haber caído soldado, la suerte del Miserias fue
de mal en peor. Esto para el fue un desastre completo, y desde entonces vivió
languideciendo hasta que, harto de hambre, como el decía, cayó para no
levantarse, prolongando únicamente algunos días su vida merced a la compasión
de alguno vecinos.
III
EL aprendiz de Antoñito
Miserias llegó todavía a tiempo de recoger el último suspiro de su maestro y
los últimos restos de la barbería
Con algunos ahorrillos que tría del
servicio hizo al muerto un modesto entierro, y empleó el resto en arreglar la
barbería y en casarse.
El aprendiz de
Miserias había estado en Sevilla y en Madrid de guarnición, algunas temporadas
rebajado de servicio y trabajando en alguna peluquería, perfeccionándose en su
arte, según decía, y entonces había soñado asombrar a sus vecinos montado en su
pueblo una peluquería parecida a las de aquellas capital, pero ni Rociana podía
sostener aquel lujo, ni sus pequeño ahorros daban para costearlo; pero, como el
decía lo principal era el trabajo; los accesorios lo de menos, Unas manos
ligeras, que hiciesen correr una navaja sobre el cutis sin dejarle sentir
rapidez, aseo, agrado y buen gusto; he aquí todo.
Y
el establecimiento de Miserias, triste, silencioso, desaseado, envejecido,
imagen de su amo caduco, abatido y decrépito se cerró y a las tres semanas se
abrió el de Lamparilla, pintado, bien oliente, alegre y ordenado gusto. Ya se
echaba de ver allí en muchos pormenores la dirección de una mujer de pocos
años, alegre, risueña y primorosa como son por lo general las jóvenes del
condado y como era María del Rocío, recién
casada con el joven “Fígaro” rocianero.
Nada de lujo
exóticos; todo muy natural, sencillo y a gusto del país, pero todo muy
primoroso. Sobre la puerta, a guisa de
muestra, una vacía de azofar reluciente como el oro; a la calle puerta de
cristales con discreto visillos, porque hay parroquianos que cuando se afeitan
no les gusta que de la calle les vean la grotesca figura que hacen jabonados, o
a medio rasurar. La mugrienta banqueta y los cojos sillones que al decir los
chucos del pueblo eran criadero de chinches, habían desaparecidos, es decir
eran los mismos, pero cepillados, forrados y barnizados de nuevo; parecían
otros.
Vacías,
ajofaina y jaboneras de loza fina de la Cartuja, paños limpios, navajas bien
vaciadas, que cortaban un cabello en el
aire, brochas y cepillos nuevos, peines y batidores que parecían de carey,
aunque eran de sustancia conocida en el comercio por “corno bobis”; paños blancos, no diremos
como la nieve, porque en el Condado de Niebla no se conoce lo que es esto, pero
si diremos como las paredes blanqueadas
todas las semanas con cal de Niebla o de Ayamonte, y algunas macetas con flores
naturales
La guitarra,
aquella célebre guitarra con que Antoñito Miseria--- cuando todavía no era
Miseria—diera serenata en la Palma del Condado y en la noche de San José de
1820 al mismísimo don Rafael del Riego, que procedente de Valverde del Camino,
o mejor dicho, de Gil Márquez, donde abandonado de los suyos, estaba escondido
esperando la ocasión de entrar en Portugal cuando recibió la noticia de que el movimiento por el iniciado en
Cabeza de San Juan había triunfado, aquella guitarra famosa que había hecho
bailar a todas las mozas del Condado a ya por los años anteriores a la primera guerra
civil, aquella guitarra, en fin, de la cual jamás quiso desprenderse su dueño
ni aun en los mayores apuros, y que de seguro hacía quince años o más estaba en
silencio, muda, aburrida, como su amo, colgada de un clavo y polvorienta,
volvió a resonar alegre bajo las bovedillas de la restaurada barbería, heridas
sus cuerpos con gran habilidad por los ágiles dedos del sucesor de Antoñito
Miserias.
Los jilgueros y
los verdones, que habían desaparecido todos los años, hacían muerto o vendidos,
volvieron a ser con sus revoloteos y picoteros cantos de alegría del
establecimiento.
A los pocos
meses vino a aumentar la colección ornitológica barberil una codorniz que daba
siete golpes y repique.
La apertura
de la barbería de Plácido Lamparilla fue un acontecimiento en Rociana. No se
habló de otra cosa durante toda aquella semana, y los rocianeros, que por falta
de depilatorio adecuado a los adelantos de la civilización y a los progresos
del arte contemporáneo, ya se habían acostumbrado a afeitarse solos o se
dejaban la barba como corrida y las melenas como si fueran poetas románticos
del año 40, acudieron solícitos a entregar sus cabezas entre las peritas manos
del inteligente Plácido.
Qué transformación
se verificó en el pueblo! A los rocianeros mayores de edad parece que les
habían quitado diez años de encima!
IV
Desde que se
abrió la barbería, no faltaron parroquianos, y a medida que pasaba el tiempo
aumentaba el concurso. Aquello era una maravilla. Sobre todo había días en que
Plácido no tenía manos para trabajar, y cuando llegaba la noche estaba rendido.
Uno de estos
días, varios meses después de haberse establecido, era un sábado en que había
trabajado desde la salida del sol, empezando por los que se iban de madrugada
al campo, hasta después del anochecido, concluyendo por los que se proponían ir
el domingo siguiente a la misa del alba ya rasurado y acicalados, su mujer le
dijo al acostarse:
--- Plácido,
estas rendido, tú trabajas demasiados.
----Sí; pero
como esto no sucede todos los días, se puede sobrellevar.
----¿Por qué
no busca un dependiente que te ayude
----Algunas veces he pensado en eso; pero no porque el trabajo
sea mucho para mí, sino porque me
disgustas tener que hacer esperar en ciertas ocasiones demasiado a los
parroquianos. Cuando estoy en la tienda, no tanto, porque mientras afeito a uno
entretengo a los demás refiriéndoles aventuras, cuentos, enredos chascarrillos,
exageraciones y mentiras. Yo se además la conversación que debo sacar a cada
cual, y cuando veo juntos a individuos de opiniones opuestas ya procuro sacar
conversaciones que los enzarcen, y así ellos solos se entretienen disputando y
el tiempo que nos les parece largo; pero lo que a mí me fatiga es cuando tengo
que dejar la tienda sola para ir a la casa de esos parroquianos que se afeitan
en su domicilio. Pagan bien, si tal, y como tú comprenderás no conviene
dejarlos, pero me disgusta dejar solo el establecimiento, sobre todo a ciertas
horas y en ciertos días en que infaliblemente han de venir parroquianos.
----Por eso
también, si, tienes razón; muchas veces he pensado que era conveniente que te
procurases un oficial, tanto por no dejar la casa sola cuando tienes que
ausentarte, cuanto porque no te des tan malos ratos como a veces tiene que
darte, y, la verdad, si no te dije hasta ahora nada es porque no me atrevía,
porque echarse encima la obligación de un sueldo, aunque sea corto, sin saber
lo que esto podría dar de sí y con “aquel” de tu maestro que no ganaba ni para comer..Ya ves…
----Eso no equivale, porque el pobre de mi
maestro no podía ya trabajar, mientras que yo puedo trabajar ligero y bien.
-----Si, y luego
tienes ángel para atraerte la gente; pero con todo, no ver la cosa clara!...
……Mira; de todas
maneras un oficial no nos conviene, porque sobre costarnos mucho, si cogía la
tierra y caía en gracia, podía darle la idea de establecerse, y eso es lo que
debemos de evitar cuanto podamos. Lo que nos convendría sería un aprendiz,
muchacho todavía, pero ya grandecito, a quien enseñaría el oficio y haríamos a
nuestras mañas; lo tendríamos en casa, y por la comida y alguna cosita más
estaríamos aviados. Ya ves, esto no podría ofrecernos muchos gastos, porque
donde pasa tres pasan dos, te diría que tenías mucha razón; de todas maneras aplaudo tu
proyecto, aunque haya que aumentar una ración, y algo se aumentará también mi
trabajo (que yo doy por muy bien empleado, porque lo que yo quiero es que entre
los dos partamos la carga y no la llaves tú solo, hijo mío;) de todas maneras
algo se economiza, y sobre todo, y esto es lo principal, no corremos el riesgo
que con el otro plan, o por lo menos lo alejamos por mucho tiempo.
V
Desde el día
siguiente a aquel en que tuvieron los
dos esposos la conversación que dejamos transcrita en el artículo anterior,
empezaron a practicar gestiones para encontrar el dependiente deseado, empresa
que no era fácil, pues como no tenían una extrema necesidad de él, no se
precipitaban y esperaban con calma encontrar uno que llenara cumplidamente sus
deseos.
Unas veces porque
tenía el candidato ya demasiado edad; otras veces porque era todavía muy niño;
ahora porque parecía parado y torpe, y lo que se quería para aquel oficio era
viveza; ahora porque parecía antipático; “hijo, decía la maestra a su marido, ¡qué
cara de pocos amigos! Con esa jeta y ese gesto se echa a la gente a la calle en
lugar de atraerla;” otra vez porque tenía trazas de ser comilón; “quita,
quita!, decía la maestra, no me hables de ese aprendiz! ¿No ves que estomago y
que barriga? ¿No ves todo el que gordo? ¡Si parece está hecho para fraile
jerónimo.”
Hay que advertir
que a la maestra le daba horror la idea de que el aprendiz buscado pudiera
comer desaforadamente; lo primero por el gasto, y lo segundo porque no
comprendía ella que una persona que comiera mucho pudiera ser fina, viva y
lista, porque el mucho comer, según ella decía, embotaba los sentidos.
Por fin, después
de mucho buscar, apareció el fénix de los aprendices de barbero! Era un
muchacho de doce años, pero que aparentaba
quince, porque era muy espigado, pero delgado, finito, un poco pálido,
vivo y de carácter alegre. Además tenía
una hermosa cabellera castaña, que bien cortada y bien peinada, sería un
anuncio constante. Sabía ya algo, porque había estado varios meses de aprendiz
en una peluquería de Moguer, y no tenía familia, circunstancia que gustaba
mucho a la maestra, pues que la familia siempre tira y distrae; si es pobre
quiere anticipos y favores; si no lo distrae con visitas y se lleva el muchacho
a las fiestas, y un aprendiz criado así con holguras y mimado toma hábitos de
independencia y de vagancia y no adquieren condiciones de obediencia y sumisión.
El muchacho, en aquellas circunstancias, estaba sin colocación, con su padre,
única familia que tenía, pasando necesidad y desando colocarse; de manera que a
todo se avino, y sin discutir ni regatear aceptó a ojo cerrado y dando gracia a
Dios, la proposición, y se instaló en casa de Plácido con el título de primer
aprendiz y futuro oficial de la barbería de éste montada al estilo de Madrid.
VI
A los pocos
días de haberse establecido el aprendiz en casa de Plácido, dijo a éste su
mujer;
------Oye, sabes
que el aprendiz parece una señorita, pero come como un segador? Qué, como uno! Como
una cuadrilla Hijo, qué dientes tiene! Estoy asustada!
-----Bueno, mujer,
no te asustes por tan poco. No ves que ese muchacho estaba sin colocación y habrá
pasado el pobre algunas necesidades! Estos primeros días, ya verás como entra
en caja---o como diría el maestro de escuela—en normalidad y come como
cualquiera.
------ Dios lo
quiera, hijo, porque si sigue así nos va a comer por los pies.
Pasaron tres
semanas; el aprendiz seguía comiendo lo mismo y la mujer asustada, no pudo
menos de decir a su marido:
----Plácido, el
aprendiz sigue comiendo como un zaratán; esto no puede seguir así!
----Bah! Mujer,
no haga caso. No ves que ese chiquillo está creciendo? Se está desarrollando y
tienes que comer, sobre todo en este tiempo de primavera, época de desarrollo,
y sobre todo con este fresquito; pero deja tú que llegues el verano, que venga
los calores, y ya verás como con un racimo de uvas y un bollo tiene para el
día.
----Si; pero después
volverá el fresco y con él este desordenado apetito.
-----Ya para
entonces se habrá acostumbrado a comer con moderación. Tú verás, en cuanto
entre el calor no te va a costar su manutención ni seis cuartos al día.
-----No me fio;
este muchacho tiene canina. Y es el caso que no sé donde mete lo que come, que
no le luce; ahí lo tienes; estas delgaducho como cuando vino; parece que come
excomuniones.
-----Tú verás; en
cuanto llegue el verano va a comer menos y se le va a lucir más: porque ahora
está dando un estirón grande.
-----dios te oiga,
hijo, porque si sigue así que vaya buscando colocación en un bodegón, o en otra
parte así, porque solo en ella podrán tenerlo y mantenerlo.
VII
Algún tiempo después de esta
conversación llegó del servicio un compañero y amigo de Plácido. Habían sido
camaradas mucho tiempo y se profesaban una franca y leal amistad. Plácido quiso
obsequiarle con arreglo a su nueva posición y lo convidó a comer. Se llevó a
casa un conejo como un borrego, y dispuso que su mujer lo guisara con una
cuarta de arroz; encargó también a su mujer que estuviera a la mira por si
pasaba pescado de Huelva comprara un rancho, porque en el servicio militar no se comía pescado y a
su amigo le gustaba mucho; mandó al aprendiz, que en los casos de apuro servía
para todo, que fuera por una bota de aquel excelente vinillo que Rociana cría y
exporta para Jerez. En una palabra, dispuso una comida abundante y buena. Pero
precisamente el mismo día y pocas horas antes del banquete, un amigo de los
dos, algo ricacho, dueño de una media bodega, y con quien no con venía a
Plácido indisponerse, tuvo la exigencia de que fueran a ellas, donde tenía
dispuesta una caldereta para varios amigos, que regarían con el mejor vinillo
que tenía, y habría también una mijita de guitarra y su poquito de cante
flamenco, porque la caldereta se daba en honor de una cantaora moguereña y de
un cantaor sevillano, es decir, sevillano según él decía, porque vivía y
cantaba en Sevilla; pero Plácido aseguraba que no era más que de Gilbraleón.
El barbero de
Rociana no tenía fama de cantaor, ni era su oficio, como sabemos; pero tocaba
un poquito por lo jondo, y aseguraban loe que presumían de inteligentes, que
tenía mucho estilo. Era de los que presumían de inteligentes, que tenía mucho
estilo. Era de los que sabían remitir una nota y sostenerla, prolongarla,
subirla del pecho a la cabeza, y bajarla de la cabeza a la laringe, llevarla de
la laringe a las fosas nasales y volverla de aquí al pecho y adelgazarla y volverla
dar volumen, estirarla, traerla y llevarla por espacio de un cuarto de hora con
admiración y aplauso de los inteligentes y aficionados.
Cuando iban
al pueblo cantaores de profesión y de fama no era cosa de perder la ocasión de
dejar de exhibir lo que había en materia de arte indígena, local,
verdaderamente rocianero, y Plácido, por patriotismo, no pudo eximirse de
asistir a la juerga con su guitarra y su compañero.
-----Hija, dijo a su
mujer, es un compromiso inevitable, ya ves que no puedo faltar a…
------Sí, sí, eso
bien lo conozco yo, pero ¿qué quieres? Por eso no he dejado de sentir que tú y
tu compañero no comáis en casa. ¡Con una comida ya dispuesta tan rica y tan
abundante!..
------ ¡Qué vamos
a hacer!... también yo lo siento; pero después de todo no hay nada perdido.
Comed vosotros, tú y el aprendiz, y lo que sobre guardarla; ya tenemos hecho
gasto para mañana. No hay nada perdido.
Fuese Placido
a su juerga y la mujer se dijo:
----Esos no se
come en casa, yo no tengo gana de comer, estoy indispuesta… pues entonces voy a
probar a este angelito de aprendiz, que al paso que va, dejaré tamañito a Cortés,
el latero de Sevilla, que dicen que come siempre….. Si le voy a poner toda la
comida por delante, y voy a dejarlo solo para que no tenga cortedad y se
despache a su gusto; a ver donde llega el pobrecito animal.
Y dicho y hecho.
Apena llegó la hora puso en la mesa la cazuela con el conejo y su cuarta de
arroz, el pescado frito y en blanco, casi medio queso portugués, una hogaza y
la bota de vino, y dijo al aprendiz:
----Esos no come
en casa, ni yo tampoco, porque no tengo
ganas; de manera que come tu solito y despáchate a tus anchas. Yo voy a casa de
mi madre y no volveré hasta que mi gente se acueste, porque sabe Dios a qué
hora vendrá el maestro, pues estas juergas se saben cuando empiezan, pero no
cuando concluyen. Con que come, con tranquilidad y hártate.
En efecto,
cuando el aprendiz se vio solito ante aquella abundante comida, echó una
plácida mirada sobre ella, sonrió tranquilamente, se frotó las manos con ademán satisfecho, se quitó un botón de la pretina y empezó su grave ocupación.
A las diez
de la noche, cuando la maestra regresó todavía lo encontró aplicado a tan grata
tarea; pero es verdad que ya estaba ya concluyendo, como que no le quedaban más
que las últimas raspas de queso y algunas migajas de pan.
La maestra,
cuando contempló este espectáculo, no dijo una palabra, sin duda porque; no
pudo; se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer en un asiento. Creo yo que
no se desmayó porque no estaba allí su marido; pero éste llegó al poco rato y
entonces pudo exclamar:
----Mira, Plácido,
mira por tu salud.
-----Mujer, ya miro,
dijo Plácido creyendo que su mujer le reconvenía porque venía tarde y tal vez
con alguna cañas demás, ya miro… y por eso no trasnocho, por eso no bebo. Mira
tú, ahora queda la huelga, en lo mejor….
------- ¡Yo no hablo
de eso! Exclamó sofocada la mujer.
-------Pues di claro
de que hablas.
--------Pero hombre!
¿No ves esto? Fíjate en ello decía la mujer profundamente conmovida. Yo no comí
en casa; no estaba buena y me fui a casa de mi madre.
--------Vaya, vaya,-- contestó el barbero, que venía un poco
alegrito, aunque lo disimulaba mucho,---he visto ayer tarde a la comadre, y me
ha dicho que esos mareos, ese desgano y esa vascas que te dan, es que se trata
de un Placidito con la bacía y todo debajo del brazo y la navaja en la mano.
…….Déjame de los dicharachos
de la comadre y de tus bromas, que no estoy en estos momentos para ellas, y
escúchame lo que te digo.
------Habla, habla, ya te escucho.
------Antes de irme a mi casa puse el aprendiz la mesa y en
ella toda la comida que teníamos preparada para los cuatros; esto pasada la
seis; a las diez vuelvo y me encuentro todavía al aprendiz sentado en la mesa
dando fin y remate a cuanto le puse delante.
-----Qué barbaridad!. ¿Dónde vas tú a ir a estercolar?...pero
de veras se ha comido todo?
----Te digo que no ha dejado más que las espinas del pescado
y los huesos del conejo, y esto bien limpios; por lo demás ni las cortezas del
queso ni migajas de pan; yo no sé donde ha podido meter tanto; pero chiquillo,
¿noves que vas a reventar?
----Pues esto no es nada contestó el aprendiz, sonriendo y
bajando modestamente la vista, esto no es nada, deje usted que venga las
calores y entonces ya verá usted comer.
---Dio la maestra un salto de su asiento, exclamando
espantada:
---Pero chiquillo! ¿Todavía más?
---Si esto no es nada, contestó el aprendiz sonriendo y dándose
palmaditas en el abdomen.
------¡Pues hijo! Repuso asustado el maestro, desde mañana
busca colocación, a ver si la encuentras en alguna panadería, porque nosotros
no podemos mantenerte.
Del pequeño librito de:
De los cuentos y leyendas del Condado de
Huelva. Editado en Huelva en Enero de 1898 por Ignacio Olmedo.
José García Díaz.
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