viernes, 8 de abril de 2016

Un bonito homenaje.

                                                           


                   Por parte del cura párroco de Niebla, don Cristobal Jurado.
            Yo también envió por mediación del digno diario onubense La Provincia, mi modesto aplauso y mis frases de aliento al distinguido poeta moguereño Juan Ramón Jiménez, como grano de arena en el homenaje que se proyecta, y para que siga su florido camino en provecho de la cultura intelectual y artística, de que tan necesitado está nuestro decadente país.
               La poesía es así como la música de la belleza intelectual, semejantemente a como las artística armonías musicales son una especie de imitación de la naturaleza.
                 La poesía, pues, es, por decir así el idioma que más pone en relación con la suprema hermosura y belleza de la divinidad, y por eso los antiguos creían que era el lenguaje de los dioses, destello de la armonía de la ritma eterna y grandiosa.
                Los siglos de oro de las naciones van procedidos por los heraldos de la poesía sublime y su presencia se señala en las edades sucesivas como los rayos esplendoroso del sol o como las luces prodigiosas de la majestuosa tempestad.
               Una nación sin cántico y sin poesías es como un pueblo sin alma, sin ideales, sin gusto y sin estética, semejante a un desierto abrasador o como el silencio imponente de los sepulcros.
              Por eso dice Chateaudbriand que la Iglesia civilizó a los pueblos bárbaros por medio de sus cánticos, y los que no cedieron a sus dogmas cedieron a sus conciertos.
            Los grandes hombres de la Grecia creían que la cultura intelectual de los pueblos, unida a la cultura en las bellas artes, especialmente en la música y poesía, que aficionaban el alma a las armonías, decidían el esplendor de los estados.
          Aquiles, tipo ideal del guerrero, celebraba sus victorias con la cithara y los cánticos armoniosos de la Ilíada y la Odisea.
         Polibio atribuía las desgracias de los Argivos a haber olvidado los cánticos y las melodías musicales, que calmaban las pasiones, enseñaban las reglas de la armonía y acostumbraban a observar la concordia pública.
            Damón, amigo de Perides y de Sócrates, creía que las más fuertes bases para sostener la moral y las leyes públicas eran la música y los cánticos.
          Aristófanes, afirmaba que antes los cantares armoniosos y las melodías sublimes las fieras se detenían asombradas, los vientos callaban y la paz reinaba sobre las olas del mar, según las experiencias maravillosas de Orfeo.
         Y San Basilio comparaba los unísonos cánticos cristianos al ruido majestuoso de las aguas del Océano. Por eso todos los pueblos de la tierra tuvieron sus cánticos y sus poesías tradicionales.
          Los pueblos de Oriente heredaron de los Vedas sus himnos al fuego y a la sombra y los israelitas los cánticos del destierro; los turdetanos, sus antiguos poemas y los vascos, sus canciones líbicas.
             Los fenicios iban cantando en sus naves al son de las flautas hebreas, y los egipcios, los celtas, los cartagineses y los jonios, amenizaban sus triunfos y leyendas con variedad de instrumentos.
         Silio Itálico nos dejó su cántico de Sara y los romanos el canto de Selo, los galos, el himno de los Druidas los francos, el Bardito, los germanos, el de Arminio y los pueblos del Norte, sus himnos, cuya colección reunió Carlo- Magno.
           Los pueblos medievales y aún los modernos nos hicieron más que seguir estas tradiciones preciosas, pues, como opina Iriarte, la poesía, la música y aún las leyendas se unen tan estrechamente, que en todo tiempo, pero especialmente en los orígenes de los pueblos, se hacen inseparables.
            La patria, que tanto os engrandece y nos subyuga, es un conjunto de poesías sublimes, que tienen por corona el amor maternal con la inocencia y encantos juveniles, la hermosura de los genios y de las artes, las grandes tristezas y victorias, las virtudes angelicales, las alegrías consoladoras, las grandes religiosas y la esperanza de la feliz eternidad.
        Los ciervos, las aves, las flores, la Naturaleza toda, tienen su ritmos maravillosos como obedeciendo a una ley prodigiosa de armonías sempiternas.
         La poesía es algo así como la sal y el aroma del mundo o como los suspiros misteriosos y encantadores del amor sublime y puro, sin los cuales es imposible la vida de la humanidad.
          Los poetas son además los ruiseñores de la patria, que cantan in cesar sus glorias y sus infortunios, remediando ya las alegrías sublimes, ya profundas tristezas; colgando a veces sus liras de las ramas de los sauces como los israelitas colgaban las suyas en los árboles de la ribera del Éufrates antes  las lágrimas y sollozos de Sión; y ya pulsando sus cadenciosos hilos para alegrar el alma nacional, como David con sus cánticos disipaba las penas de Saúl y Farinelli con sus conciertos las inspiraciones musicales de la princesa Belmonte.
      Cantad, cantad poesías, como decía la Condesa Matilde de Inglaterra a sus marineros, al ver el puerto de salvación después de la furiosa tempestad. Cantad, cantad, como repetía Moisés a los Israelitas después del paso del mar Rojo, cantad, las tradicionales grandezas de las ciencias, de las letras, de las artes y de las cristiana fe de nuestros mayores. Cantad, cantad, sin cesar, como el venturoso pajarillo de Leyre, que endulzaba las soledades del santo abad Virila, y aliviar las lágrimas de España y de sus hijos. Cantad, cantad, con los supremos conciertos del amor hermoso y seguid la obra bienhechora de alegrar y fortalecer a los mortales en su peregrinación mundanal hacia la eternidad, Cantad, cantad, como el pontífice Jaddo ante Alejandro el Grande o como los cielos y la tierra las maravillas del Altísimo.

                               José García Díaz.

           

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