Del gran polifacético don José de Echegaray,
además de dramaturgo, ingeniero, matemático y gran político español. Premio
Nobel de Literatura.
Rescatamos de sus obras el cuento con el siguiente nombre: “El tercer
sueño del Colilla”.
¡Un
gran personaje, para que nadie se acuerde de él! Yo mismo, que lo saqué de la
obscuridad, o, mejor dicho, que lo encontré tendido sobre unas aceras en una
noche de invierno, apenas me acuerdo de su vida y de sus hazañas: con que no es
fácil que los lectores del diario “El Liberal” hagan memoria del insignificante
chicuelo.
De todas las maneras, bueno es tener presente, para ir atando de cabos,
que yo he escrito los dos primeros sueltos del Colilla. Uno de ello fue dentro
de un socavón de San Isidro, donde perdió una moneda de oro que le habían dado
por equivocación al hacerle una limosna. El otro fue una noche de Navidad; y la
dorada estrella que guio a los Reyes Magos brillo más en aquel sueño infantil,
que la moneda de oro antes de perderse entre las arenas del socavón. Al
despertar, la moneda y la estrella se habían desvanecido; la una con su dorado
redondel; la otra con sus puntas centelleantes. ¡Así son los sueños ¡y así se desvanecen
¡.
Y ahora, vamos al tercer sueño, que será muy corto, aunque ¡quién sabe
si será muy largo para el pobre Colilla. Pasaron muchos años, y el Colilla no
volvió a soñar. El sueño es algo así como una manifestación de las ilusiones
que vagan por dentro del cerebro, y el pobre chico no tenía ilusiones; vivía en
plena y prosaica realidad. Haciendo la vida siempre, vagando por las aceras,
pidiendo limosna en ocasiones, vendiendo periódicos otras, y en momentos
solemnes, decimos de Lotería, fue creciendo el Colilla, hasta llegar a ser
hombre, sin dejar de ser granuja.
Un día recibió una gran noticia una gran sorpresa. Era quinto, sin
haberlo sospechado; lo habían sorteado, sin que él se enterarse, y fue soldado
de pronto, sin previa solicitud suya. La administración de la Guerra había llegado
a saber lo que el no supo nunca: su nombre y apellido, y además los años que
contaba. Todo esto se había averiguado sin que a Colilla le costase trabajo
ninguno averiguarlo. No hay que decir que su agradecimiento fue grande. Y,
además, la vida de soldado le gustaba, La verdad es que él había sido soldado
de afición. ¡Cuántas veces había corrido delante de las músicas de los
regimientos, por las calles de Madrid¡¡A cuantas revistas había asistido! ¡Cuántas guardias había visto relevar! ¡Cuántas tardes
había hecho el ejercicio con un palo o con una caña! ¡Y que tremendas batallas
habían tenidos con otros amigos!
Pero en aquellos pasados tiempos era un pilletes descalzo y andrajoso;
ahora vestía un uniforme nuevo y le habían entregado un soberbio fusil Mauser.
El Colilla había crecido cien codos; se mostraba orgulloso y hasta sentía que
brotaban dentro de él sentimientos nuevos, a que acertaba a dar nombre, pero
que le obligaban a llevar la cabeza muy alta y a mirar con cierto altivo desdén
a los paisanos.
Su regimiento fue destinado a la guerra de Cuba, y con su regimiento fue
Colilla. Nadie lo despidió en la estación más que una chicuela que le había
acompañado muchas veces, cuando vendían periódicos o de decimos de Lotería. La
chicuela lloro mucho y él hubiera llorado de buena gana, pero no lloro; que era
un militar no puede llorar nunca. Le dio un beso y un abrazo y la mando que
esperara tranquila, que él había de volver al fin y al cabo de la guerra con
unos cuantos galones.
Después, al tren, y sin tomar billete.
Después, al buque y sin pagar pasaje.
Después, a cruzar el Océano y sin las miserias y vergüenzas del mareo.
El Colilla con el uniforme; Colilla cortando las olas formidables de Atlánticos.
Algunas veces, al pasear sobre cubierta y al ver una punta de cigarro por el
suelo, se acordaba de su niñez y de su juventud y sentía tentaciones de bajarse
para cogerla; pero solo de pensarlo se le enrojecía el rostro de vergüenza y
pasaba desdeñoso, separando la colilla con el pie. Decididamente Colilla se
había regenerado. Y luego miraba al Océano, ¡qué grande es el mar¡¡Nunca había
visto él tanta agua junta! En el Manzanares no se diga, pero ni siquiera en el
estanque del Retiro. Lo pequeño achica; engrandece lo grande, Y el Océano con su
grandeza iba despertando ideas hasta entonces dormidas, pero que al brotar a la
luz tomaban las lejanías de lo infinito. Al fin, llego a Cuba y entro en
operaciones, Colilla era fuerte, la miseria le había curtido. ¡Que le importaba
a él el sol de las Antillas, si con la cabeza descubierta había recibido tantos
soles de agosto de las calles y plazas de Madrid! ¡Qué le importaba la humedad
de las noches, sin más de una y más de cien, acurrucado en un portal, había
sufrido el viento del Guadarrama, con sabanas de nieve encima del cuerpo y
almohada de granito bajo la helada!
Por lo demás, Colilla era valiente, lo había sido en las pedreas de las
Vistillas; lo fue en los sangrientos combates de la manigua cubana. Además,
lleva un Mauser; y con un Mauser, ¡quién tiene miedo a nada! Hay que decirlo
todo; y es lo cierto que la primera vez que Colilla entró en fuego, estuvo a
punto de volver la espalda y echar a corres tan aprisa, como corrió cierto día,
cuando otros pilluelos le obligaron a robar un pañuelo, y se vio perseguido de
cerca por dos guardias de orden público. Pero pronto se hizo por lo mismo que
corrió en aquel vergonzoso lance de su niñez no podía correr aquí que la
bandera del regimiento estaba al frente, y le habían explicado y él había
comprendido, que en aquella bandera estaba su honra. Con un pañuelo robado, se
corre, con la bandera del regimiento delante, o se espera a pie firme, aunque
no hagan gracias las balas, o se avanza, si la bayoneta se pone de punta hacia
adelante. ¡Pues si parece que está diciendo “vamos allá”! Todas estas
reflexiones se hacían à su modo Colilla; ¡que en pocos meses así había
aprendido a discurrir!
A la caída de la tarde cayó su compañía en una emboscada y cayó Colilla
herido en el pecho. Cuando volvió en sí era de noche cerrada. Los árboles
formaban una cúpula negra; más negra que la bóveda de arena del socavón de San
Isidro. Y el suelo era de barro; no era seco y arenoso como aquel otro, Colilla
quiso levantarse, pero no pudo; había derramado mucha sangre; estaba muy débil
y perdió otra vez el conocimiento. Entonces sonó. Sonó con los caprichos del sueño
mezclados a los delirios de la fiebre. Y este es "el tercer sueño del Colilla". Con
el socavón de San Isidro, sonó que algo llevaba oculto en el pecho. Pero no era
la moneda de oro; era un redondel rojizo, aquel por donde había entrado la
bala; y como en el primer sueno, también vio entre las sombras un bulto, que
avanzaba hacia el pero no como entonces, una mujer hermosa que venía a robarle
su moneda haciéndole caricias en la carne y deslizando suavemente la blanca
mano, sino un negro, un negrazo horrible, que empeñado en llevarse la
ensangrentada herida se la iba ensanchando más y más y más. ¡Ah, la fiera que
quiere robarle a Colilla el rojo redondel, la moneda de sangre, el sello
valiente!
Y aquí el seno fue pesadilla o fue angustiosa calentura. Colilla se
revolcó por el suelo; se desgarró el uniforme, y contra la encharcada tierra aplicó
el dolorido pecho y la ensangrentada herida. Cuando al amanecer le encontró la
Sanidad Militar, aún vivía, pero deliraba, y apretando contra la rojiza
martirizada boca por donde había penetrado el proyectil, un puñado de barro
rojizo, murmuraba como en vago recuerdo de su primer sueño: “Me robaron aquella
moneda porque era de limosna; pero esta tierra no me la roban que la tengo
amasada con mi sangre”.
José García Díaz.
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