miércoles, 7 de julio de 2021

Torres y piratas en las costas de Huelva.

 

                                                                 


   Encima de la mesa de trabajo. Extendidos por sus muchos dobles, contemplo ahora un viejo mapa de Huelva. Es el célebre del coronel Francisco Coello, fechado en 1870, y realizado como complemento del “Diccionario Geográfico—Histórico” de Pascual Madoz. Sin proponérmelo, la mirada siguió la línea azul simuladora de las aguas, y allí, junto al añil del océano de papel, voy releyendo, torre del Reducto, del Terrón, de la Umbría, de la Arenilla. Y más allá sigue el rosario de pequeñas atalayas: torre del Oro, del Asperillo, de la Higuera, de Carboneras, de San Jacinto…

  Tengo además abierto en la misma mesa otro viejo mapa de Huelva, porque hoy, soñando con mi antiguo deambular desde el puerto a la Punta del Sebo, creyendo que he tomado ya café sentado en la Placeta, iba a escribir unas líneas de exaltación colombina. Pero estas torres, del Oro, de la Umbría de San Jacinto, estas evocaciones de un esfuerzo onubenses también  aventurero, y del que ya no se habla, me cautivaron con sus nombres, la atención, y aquí estoy con la imaginación a sus pies midiendo si tienen, como las amadas del antiguo Reino de Granada, ocho varas de altura, y si sobre sus bóvedas están los tres peones ganando veinticinco maravedís a la jornada por la tarea de otear lejanías y dar su grito de rebato, con voces de almenara, cuando aparecían fusta berberiscas y se hacía temerosa realidad el pregón estremecido de “ ¡moros en la costa!”.

  La gran trascendencia de la gesta colombina hizo que, refiriéndose a la Huelva esforzada de los siglos XV y XVI sólo se valorasen sus facetas descubridoras. El imperial empuje de sus hijos lanzados a la empresa de percibir por vez primera paisajes imprevistos. Pero en aquellos años de aventura, en que los onubenses modelaban la perfección del globo terráqueo, no se comentaban con tranquila confianza las gestas asombrosas de los vecinos marchados al océano en los lugares de Ayamonte, Lepe Huelva o Moguer, por que mientras un continente levantaba sus velos a los españoles, otro, en África misteriosa y terrible, tenía en alarma toda nuestra costa con la osadía enfrenada de los corsarios berberiscos.

   Es oportuno recordar cómo en la primera línea de las empresas africanas estuvieron también los marinos huelvanos. Cuando Fernando el Católico hace conocer, desde Segovia, una Real Cédula en que afirma que “en la mar de Poniente, entre esos puertos de Andalucía a las Canarias… andan ciertos navíos de turcos y de moros que han hecho mucho daño y cada día se forma cada vez más las citadas armada”, pidiendo la formación de una escuadra que mantuviera a raya los corsarios que pululaban por estas costas, se prevé ya la acción africana del cardenal Cisneros. Y Buena prueba de que respondieron nuestros marinos con entusiasmo al deseo del monarca, es lo ocurrido tres meses más tarde. Cuando el 3 de septiembre de 1505 partió de Málaga la expedición que conquistaría Mazalquivir, en la Armada iban 117 marinos de Huelva. En la curiosa “Relación”, Juan de Peñaranda y Fernando Bueno, oficiales reales, de la gente de mar que formo en la expedición, se especifica: “5 carabelas de Moguer con 45 hombres; 2 de Gibraleón, con 19; y 4 de Lepe con 53 hombres”. Muchos de estos navegantes habían tenido en sus familias dolores de cautiverio. En el año de 1469, veinticinco vecinos de Moguer estaban retenidos en mazmorras africanas. El odio hacia los corsarios hace que en los pueblos del Tinto y el Odiel se apresten con ilusión cualquier iniciativa que tienda a aminorar el peligro de los piratas.

                                                            


  Pero el poderío de las flotas africanas aumenta sin cesar y durante el siglo XVI y mediados del XVII no hay nada de paz en las costas de Huelva. El duque de Medinasidonia tiene un tanto abandonada la vigilancia. Mientras que desde Gibraltar a Murcia las pequeñas torres de vigías están en continuo alerta, entrecruzándose diariamente el ir y venir de los atajadores, la amplia zona comprendida entre el Guadiana y el Guadalquivir puede ser presa de galeras berberiscas. Una activa vigilia se ejerce en las atalayas del Reino de Granada. Los guardas y escuchas tiene prohibidos tener: perros ni hurón ni lazos ni redes, ni otro ningún aparejo de cazar ni pescar·, para que toda su atención se concentre en la lejanía del mar. Las “Instrucciones de densa” prohíbe que habite con ellos, ninguna mujer. Deben ser los atalayas “hombres del campo y mancebos sueltos y sanos, que tenga conocimiento de las cosas de la mar y de la tierra”

  Mientras tanto, en 1585, había un curioso pugilato entre la villa de Palos y de Huelva sobre el restablecer las guardias que antiguamente se ponían los veranos en las torres para avisar la presencia de corsario. La villa de Gibraleón comunica al Ayuntamiento de Huelva que por falta de medios económicos no puede establecer guardas en la Torre de Umbría; pero que no consiente que sean puestos por Huelva, pero si por Gibraleón, Palos, Niebla, que eran saqueados impunemente por los moros.

   En el mes de agosto de 1548 corsarios argelinos, con cuatro galeras y cinco fustas, saquearon el lugar de San Miguel, del Condado de Niebla. Y cuando volvían contentos con la presa, arrimados a las costas de África para huir de las naves hispanas, tropezaron con nuevos bergantines anclados, bajos los mandos de don Martín de Córdova, conde de Alcaudete y gobernador de Oran, que habían llegado para su acción contra Mostagán, ocupando las embarcaciones españolas y causándoles un grave descalabro a los piratas y dejando libres a los prisioneros, como refiere Luís Cabrera de Córdova en su “Historia de Felipe II”.

   En una carta escrita desde San Bartolomé de la Torre por el marqués de Gibraleón, al duque de Niebla, en mayo de 1580, se expresa la zozobra en que vivían los habitantes de la villa. “Y demás desto, el riesgo que corren de moros, que tan ordinario es, pues ayer cautivaron gente en la playa, con entender los moros que hay tantas galeras por estos puertos”. Tantas, que diez años más tarde, en 1599, estaban registrados en el puerto de Huelva, junto a “ciento trece barcos de pesquerías, sin otros que andaban por la mar”, “muchos barcos luengos llamados viajeros, saetías, fragatas” y hasta once navíos de mayor bordo, los que se controlaren para repartir entre ellos la guarda y defensa de la costa.

   A la intranquilidad reinante por los ataques berberiscos había que añadir, en los pueblos del litoral las preocupaciones originadas por la presencia de centenares de moriscos granadinos, asentados en las poblaciones de Medinasidonia por traslado desde Almería, principalmente, al finalizar la rebelión de las Alpujarras. Es curiosa la correspondencia entre Felipe II y el duque del citado Medinacidonia con este motivo. Los moriscos aprovechaban la menor coyuntura para “pasarse allende”, a las tierras africanas. Estaba en relación con los nidos de la piratería y era encubridores de los cosarios, auxiliándose con sus espionajes. El duque en 1520, expuso al rey los inconvenientes derivados de que estos moriscos viviesen en la costa y puerto del océano, anunciándole que once de ellos se habían pasado desde las playas del condado de Niebla. Era preciso que fueran detenidos. Felipe II se interesaba también por lo ocurrido en el marquesado de Gibraleón, de donde le llegaban noticias de que no se ayudaría a las jornadas por no convenir sacar gente de su jurisdicción “por estar tres leguas de la costa del mar, donde por ser tan ordinarias basta de enemigo, no hay hora segura; y que no siendo socorridos entrarían los dichos turcos y moros la tierra adentro, como lo han intentado de hacer”.

                                                               


    Cuatro años más tarde el propio conde de Niebla puso en peligro su vida. Marchaba de Huelva a Sanlúcar, con cuatro barcos bien armados. Y, adelantándose con el suyo, topó de repente con una fusta de moros de Tetuán, con los que entró en combate, embistiéndola. Tras singular pelea con los treintas piratas que venía en ella, el conde pudo tomar la galeota, matando a seis corsarios y cautivando a los demás, antes de que se le reuniesen las otras tres embarcaciones salida de la barra de Saltés. En la costa, entre tanto. La torre Arenilla daba el rebato, lanzando al cielo su mensaje de peligro con las grises nubes de las ahumadas.

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   Despacio, pliego minucioso mapa de Coello. En Punta Umbría ya no existen avisadores en la torre, pues sobre las arenas de oro sólo se percibe peligro cierto de las bellas bañistas. El Corregidor de la villa de Huelva no espera el aviso transmitido de torre en torre, ni tiene que efectuar alarde de sus vecinos, anotándose implacable el estado de sus espadas y ballestas, y algún que otro arcabuz. El Corregidor de hoy—amante también de los viejos papeles onubenses—puede tomar, tranquilo, la canoa sin pensar en las huestes de Sinan el Judío, Amurat Arráez y el viejo Caramani, devastador del Estrecho. La ría solo tiembla levemente al paso de  la brisa. Pero cuando en las noches tormentosas el viento azota los restos de las antiguas atalayas, en un intento vano de doblegar sus últimas piedras, parece que, junto a ellas, protegiéndolas para la Historia, está el espíritu de Juan Vega Garrocho, luchando junto a las reliquias como lo hizo aquella jornada memorable en que cautivó ciento ochenta y seis turcos, y trajo su bandera y adornar alegremente su capilla de fe de gallardía y adornar alegremente su capilla en la iglesia de San Francisco.

 Por el periodista y escritor granadino don Eduardo Molina Fajardo.

  José García Díaz.

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