martes, 21 de junio de 2016

El porquero

                                                               
         
        Con la flacucha mochila mugrienta de piel de cabra, pendiente de los cansados hombros, y la temblona diestra apoyada en nudoso cayado de recio chopo, pausado e indiferente, por entre áspero cerros y rápidas barrancadas, va arreando el viejo porquero al voraz ejército de cerdo.
          Fresco muchachote de complexión robusta, con grandes bríos y cantar potente, varea ligero la centenarias encinas, obligándole a ceder sus nutritivos frutos a la hambrienta y gruñona tropa que camina, incierta y errante, por el encinar.
         El sol se muestra con toda su esplendidez sobre el horizonte transparente y diáfano, rielando sus rayos sobre las menudas gotas del rocío y de la escarcha.
      El ejército devorador avanza pausadamente en dirección a los grandes charcones de agua enlodada, que en los accidentes del terreno agreste, dejó las lluvias de días anteriores, charcones en donde deleitosamente refrescarán su ardiente piel.
     Zagal y porquero yantan negruzco pan y rancio tasajo, bajo secular encina, pasando la hora del sesteo en rudo platicar, volviendo paciente por la tarde a la tarea de pasear el ganado por las parvas de bellotas regresando al obscurecer a la majada que en la meseta del cerro se yergue parduzca, acogiendo en su seno a puercos y porqueros, el que en primitivo camalecho da descanso a su ya gastado cuerpo por el constante batallar de la vida.
          La fría noche extiende su negro capote, y allá en la soledad de los campos oyese el ingrato gruñir de la voracidad nunca sastifecha.

    En la Sierra de Huelva, Noviembre de 1913 por Antonio Morgado.

       José García Díaz.
   


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