Con
la flacucha mochila mugrienta de piel de cabra, pendiente de los cansados
hombros, y la temblona diestra apoyada en nudoso cayado de recio chopo, pausado
e indiferente, por entre áspero cerros y rápidas barrancadas, va arreando el
viejo porquero al voraz ejército de cerdo.
Fresco
muchachote de complexión robusta, con grandes bríos y cantar potente, varea
ligero la centenarias encinas, obligándole a ceder sus nutritivos frutos a la
hambrienta y gruñona tropa que camina, incierta y errante, por el encinar.
El sol se
muestra con toda su esplendidez sobre el horizonte transparente y diáfano,
rielando sus rayos sobre las menudas gotas del rocío y de la escarcha.
El ejército
devorador avanza pausadamente en dirección a los grandes charcones de agua
enlodada, que en los accidentes del terreno agreste, dejó las lluvias de días
anteriores, charcones en donde deleitosamente refrescarán su ardiente piel.
Zagal y porquero
yantan negruzco pan y rancio tasajo, bajo secular encina, pasando la hora del
sesteo en rudo platicar, volviendo paciente por la tarde a la tarea de pasear
el ganado por las parvas de bellotas regresando al obscurecer a la majada que
en la meseta del cerro se yergue parduzca, acogiendo en su seno a puercos y
porqueros, el que en primitivo camalecho da descanso a su ya gastado cuerpo por
el constante batallar de la vida.
La fría noche
extiende su negro capote, y allá en la soledad de los campos oyese el ingrato
gruñir de la voracidad nunca sastifecha.
En la Sierra de
Huelva, Noviembre de 1913 por Antonio Morgado.
José García Díaz.
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